Guanajuato, Gto., a 04 de abril de 2025.- A las y los policías se les suele mirar en la línea del deber: portando uniforme, patrullando calles, enfrentando el delito. Pero hay otros,
menos visibles, que caminan en silencio y dejan huellas sin hacer ruido. Algunos, incluso, deciden proteger más allá de la vida. Como Jorge González Rubio.
Fue policía de las Fuerzas de Seguridad Pública del Estado (FSPE) hace más de cuatro décadas. De rigor, de vocación, de silencio. Sin que nadie se lo pidiera ni que se supiera
entonces, destinó los 80 mil pesos de su seguro de vida a construir un salón de clases en una primaria del barrio de Marfil, en Guanajuato capital. Solo quiso que su última
voluntad construyera algo que durara más que él. Que su despedida se convirtiera en un inicio para otros.
No fue noticia. Ningún periódico publicó su historia. Pero cada mañana, cuando suena el timbre y los niños entran corriendo al aula que ayudó a construir, su legado también entra con ellos. Está en cada cuaderno abierto, en cada mano levantada con timidez, en la certeza de que enseñar a soñar también es una forma de proteger.
Durante más de cuatro décadas, su historia permaneció guardada hasta que apareció entre papeles de archivo, entre cédulas y hojas desgastadas por el tiempo. Y detrás de
todo eso, el corazón silencioso de un policía que eligió seguir sirviendo incluso después de morir.
Lo que los archivos contaron De Jorge González Rubio se sabe poco. Apenas algunos documentos, una fecha de ingreso, unas firmas. Pero lo que dejó escrito —y construido— fue suficiente para entender quién fue.
Jorge González Rubio ingresó a las FSPE en mayo de 1975. A los 51 años, cuando otros piensan en el descanso, él pidió un uniforme. Y eligió patrullar los días con la firmeza de
quien aún tiene algo que entregar. No era un joven recluta, sino un hombre maduro que eligió ponerse al servicio de la seguridad pública en uno de los momentos más complejos
del país.
Era un México que aún cargaba con la herida del Halconazo, con una juventud que comenzaba a exigir democracia, y una reforma política en puerta.
Guanajuato aún vivía las secuelas de la inundación de Irapuato de 1973, mientras en León se avecinaban tensiones políticas que llevarían más tarde a la instalación de la Junta de Administración Civil.
Ese mismo 1975, Guanajuato capital fue testigo de un evento histórico: la visita de la reina Isabel II del Reino Unido, que recorrió el Teatro Juárez y caminó por el corazón de la ciudad.
La migración hacia Estados Unidos se intensificaba y la entidad transitaba entre la tradición y la transformación.
Las FSPE comenzaban a consolidarse como una corporación con identidad propia, heredera del histórico Batallón Primer Ligero. En aquel tiempo, su sede operativa se
encontraba en el antiguo cuartel ubicado en el barrio de Marfil, donde se resguardaban tradiciones de servicio, disciplina y entrega.
Jorge comenzó su servicio con la discreción de quien no busca figurar y cumplió con su deber con constancia y compromiso. Durante seis años trabajó con diligencia hasta que, el de diciembre de 1981, un accidente cerebrovascular terminó con su vida a las 4:30 de la madrugada dentro del cuartel de Marfil. Murió como vivió: sin escándalos, sin ruidos, en el silencio de su servicio.
Su baja quedó registrada como “por defunción”. Dejó de trabajar hasta que la muerte se lo impidió.
Hasta ahí, la historia parecería repetirse con tantos otros policías comprometidos. Pero entonces, décadas más tarde, entre las hojas preservadas en los archivos de la
corporación, alguien encontró una cédula amarillenta, firmada en 1979. El papel, desgastado por el tiempo, revelaba un acto que cortaba el aliento: Jorge había decidido
donar su seguro de vida —80 mil pesos de entonces— a una escuela primaria de Marfil.
En ese momento, esa suma equivalía a más de catorce meses de salario mínimo. Suficiente para amueblar una casa o para cubrir varios años de renta.
No lo usó para él. No buscó comodidad ni recompensas. Lo destinó, sin anunciarlo, a algo que no vería terminado: un aula. No nombró a familiares ni amigos, sino a una escuela.
Apostó por la infancia.
La escuela elegida llevaba un nombre simbólico: General Sóstenes Rocha, el militar liberal que, un siglo antes había encabezado el mismo Batallón Primer Ligero de Guanajuato al que Jorge pertenecía, ahora bajo el nombre de FSPE. Como si la historia regresara al origen. Como si el aula que construyó sellara, en silencio, una lealtad de muchos años.
El aula donde la generosidad sigue educando. Las paredes son de un tono naranja cálido que acoge y abraza.
Afuera, una placa de madera barnizada cuelga del muro: Aula Jorge González Rubio.
Las y los niños que ahí estudian, y los que han pasado por ahí durante las últimas cuatro décadas, quizá no saben que ese espacio existe gracias a un gesto de generosidad
absoluta.